domingo, 26 de enero de 2014

Leyenda de la rosa de la Alhambra

 
 
 
 
 
La hermosa ciudad de Granada fue durante mucho tiempo la residencia predilecta de los reyes de España. Pero una serie de terremotos que asoló la región y sacudió por entero el antiguo palacio morisco, atemorizó en tal forma a los reales personajes, que abandonaron precipitadamente tan peligroso lugar.

 La Alhambra permaneció durante largos años en completo abandono. Los aposentos perdieron su brillo y los jardines su esplendor.

La Torre de las Infantas, morada de las tres fa­mosas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, no es­capaba al general descuido y se había convertido en el refugio de arañas, murciélagos y lechuzas.
 
  
 
 




Contribuía en mucho el hacerla inhabitable la antigua creencia de que la sombra de la bella Zora­hayda, que había muerto en aquella Torre, solía verse, a la luz de la luna, reclinada en la fuente del saloncito o derramando amargas lágrimas junto a uno de los ventanales, mientras se oían dulces notas de un laúd.

Como el tiempo borra los malos recuerdos, un buen día se les ocurrió a los reyes de España volver a Granada.

Un ejército de obreros invadió la Alhambra, que al cabo de poco tiempo lucía en todo su esplendor. Redobles de tambores y sones de trompetas atur­dieron a los apacibles habitantes de la montaña. Ondear de banderas y pendones, cegadores brillos de armas y joyas, deslumbraron a los habitantes de la ciudad, que con vivas y flores recibían a sus so­beranos Felipe V y su bella consorte Isabel, prin­cesa de Parma.

Los aposentos y cámaras del Palacio de la Alham­bra volvieron a vivir la agitación y el bullicio que reina en una corte. El ir y venir de agraciadas damas de honor, las galantes frases de los caballeros y las travesuras y carreras de ligeros pajecillos, alternaban con alegres piezas musicales y divertidas canciones.

Entre los muchos personajes que formaban la real comitiva se contaba un paje llamado Ruiz de Alar­cón, descendiente de ilustre y noble familia. Era el favorito de la reina y eso significaba que su físico e ingenio debían estar de acuerdo con la gracia y belleza que rodeaba a la hermosa y exigente Isabel.

 Se encontraba una mañana en los bosques cerca­nos al Palacio adiestrando el halcón favorito de la reina, cuando éste, después de volar a gran altura, se precipitó sobre un pájaro posado en las ramas de un árbol. La avecilla consiguió eludir el ataque, lo que hizo que el halcón pusiera mayor empeño en cobrar su presa, y sin hacer caso a las llamadas del paje, empezó a perseguirlo hasta que, cansado, se posó sobre la muralla de la Torre de las Infantas, situada en un barranco algo lejano de la Alhambra. Con gran trabajo llegó el joven a los muros de la Torre, pero como ellos no presentaban ninguna abertura y su elevación hacia difícil el escala­miento, resolvió rodearlo para dar con la entrada.

 Ella se abría frente a un pequeño jardín cercado por cañas y enredaderas. Debió pasar un portillo y cruzar canteros llenos de rosales y fragantes flores para llegar a la puerta, cerrada en esos momentos. Intentó abrirla, después de llamar repetidas veces. Pero solamente el silencio contestaba a sus tentati­vas. Tras breve espera, se resolvió a mirar por un pequeño agujero que presentaba la puerta. Su asom­bro no tuvo límites al observar que ella daba a un primoroso saloncito morisco, cuyas paredes tenían delicados adornos que hacían juego con las colum­nas de una hermosa fuente de alabastro rodeada de flores sobre la que se apoyaba una guitarra rica­mente adornada. En una de las esquinas colgaba una jaula cuyo ocupante era un pájaro de raros co­lores y deliciosos trinos. En un sillón y sin impor­tarle el canto del ave, dormía plácidamente, entre delicadas labores femeninas, un magnífico gato persa.

Este cuadro le causó cierta intranquilidad por cuanto le habían asegurado que aquella Torre es­taba deshabitada. Por un momento creyó haber des­cubierto un aposento encantado y alguna princesa hechizada bajo el aspecto de aquel gato persa.

Esta idea lo resolvió a llamar en forma más suave y examinar las ventanas en busca de un ser humano. Nueva confusión trajo a su mente el rostro de una bellísima joven, que se dejó ver por unos instantes.

Tras prudente espera, y convencido de que su­fría alucinaciones o de que allí había algún misterio o una dama en peligro, insistió en sus propósitos, los que obtuvieron por recompensa el presentársele aquella visión, esta vez convertida en una real y maravillosa beldad de quince años.

Ruiz de Alarcón, venciendo el hechizo de su be­lleza, la saludó haciendo una cortés reverencia, al tiempo que decía:

-Más que hermosa princesa, perdón os pido por mi molestia, pero necesito de vuestro permiso para recoger un halcón posado en lo alto de esta Torre.

-Lamento, señor, no poder complaceros -con­testó la dulcísima voz de la joven- porque mi tía no me permite abrir la puerta a desconocidos.

-No me consideréis impertinente, pero es el caso que esa ave es la favorita de la reina y no puedo dejar de rescatarla.

-¿Sois entonces un caballero al servicio de su majestad?

-Ese es mi cargo, encantadora princesa, pero muchos males me aguardan si no regreso con ese malvado halcón.

-Pues entonces lo lamento mucho. Mi tía me ha advertido que jamás deje entrar a los caballeros de la Corte.

-Pero considerad, gentil señorita, que entre ellos hay malos y buenos y que el que os habla es un inocente paje, que caerá en desgracia si le negáis este pequeño favor.

La joven, que por hermosa no dejaba de tener delicados sentimientos, consideró que era verdade­ramente penoso que aquel gentil paje resultara per­judicado, sobre todo porque no se parecía por su físico y humildes súplicas a los terribles y malvados caballeros de la Corte, que, según su tía, eran tan peligrosos para las incautas jóvenes.

Viendo que la niña se manifestaba indecisa, el paje renovó sus pedidos con tanta elocuencia, que la tímida y ruborosa joven terminó por abrir la puerta.

Si a Ruiz de Alarcón la guardiana de la Torre le pareció muy hermosa, sus sentidos se deslumbra­ron al apreciar toda la belleza y la gracia que derra­maba aquella aparición celestial, que convertía en mustias y pálidas a todas las flores de Granada.

Venciendo su turbación, subió a buscar al des­obediente pajarraco. Al bajar encontró a la joven sentada cerca de la fuente y entretenida en tejer un delicado encaje, pero al levantar la vista un ovillo de hilo se deslizó sobre el suelo. Apresuróse el paje a recogerlo y doblando la rodilla se lo ofre­ció como si fuera una reina, y como a tal le besó la mano cuando ella intentó tomarlo.

A su exclamación de enojo quiso el joven respon­der con varias de las galanterías que se acostumbra­ban en la Corte, pero fue presa de una gran timi­dez. Las palabras morían en sus labios sin poder pronunciarlas, y lo poco que alcanzó a decir eran so­nidos inarticulados que contribuían a confundirlo más aún.

Aunque inocente y candorosa, la niña alcanzó a comprender las razones que perturbaban al paje y su enojo cedió ante la alegría de tener rendido a sus pies a tan apuesto servidor de la reina.

Cuando el joven empezaba a recobrar la sereni­dad, una lejana voz hizo sobresaltar a la guardiana de la Torre.

-Es mi tía que regresa -exclamó temerosa-. Marchaos, señor, inmediatamente, que me ponéis en grave compromiso.

-No me moveré de aquí -contestó Ruiz de Alar­cón-, hasta tanto no me entreguéis como recuerdo esa rosa que adorna vuestros cabellos.

Con gran rapidez la niña desprendió la flor de sus trenzas y el paje, poniéndola sobre su corazón, desapareció detrás de los arbustos que adornaban el jardín.

Entrar la precavida tía Fredegunda a la Torre y darse cuenta de que allí había ocurrido algo anor­mal fue todo uno.

-¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó con su chillona voz.

-Nada que pueda decirse grave, querida tía -contestó la joven, sofocada por la emoción-. Un halcón que perseguía su presa llegó hasta aquí.

-¡Jesús, María! ¡Qué barbaridad! ¡Ya ni nues­tro pájaro está a resguardo de ese voraz halcón! ¡Ay, Dios mío! Ten cuidado de cerrar bien la puerta.

Diciendo esto la buena anciana, después de po­ner orden en el aposento, dedicó largo rato a acon­sejar a su sobrina contra las acechanzas y galanterías de Inahallernc de la Cnrre

Aunque jamás había sufrido ningún desengaño, porque nunca había contado con facciones agrada­bles, no por eso dejaba de trasmitir a la joven cuan­to conocía sobre los peligros que acechan a las jóvenes.

Su hermosa sobrina Jacinta, que hasta hacía poco tiempo había estado completando su educación en un convento, era huérfana, siendo su padre un va­liente oficial muerto en el campo de batalla. Su tía la guardaba y vigilaba con gran celo, pero su be­lleza y dulzura no habían pasado inadvertidas para los habitantes de la ciudad, quienes con gran admi­ración la llamaban la "Rosa de la Alhambra".

 Pronto se cansó de Granada el rey Felipe V, y decidió dirigirse hacia otra ciudad. Al enterarse la vigilante tía de la partida de los soberanos, no dejó de observar atentamente el paso de los caballeros que constituían el séquito real. Cuando el último de ellos hubo desaparecido a su vista, emprendió el regreso muy satisfecha porque su sobrina ya no co­rría peligro alguno. Pero al acercarse a su vivienda quedó muda por el asombro. Un hermoso caballo árabe se revolvía inquieto frente al portillo del jar­dín, mientras que entre las flores un apuesto joven se arrodillaba ante su sobrina.

Al acercarse, el potro dio un relincho de aviso y el paje, sin esperar más, besó la mano de la niña y saltando la cerca montó a- caballo, desapareciendo en un instante.

Jacinta, afligida por la partida del joven, sin im­portarle lo que podía pensar y decir la vigilante Fredegunda, se arrojó a sus brazos derramando abundantes lágrimas.

-¡Ay, tía! -gemía entre sollozos-. ¡Se ha ido! ¡Se ha alejado de mí y nunca más lo veré¡

-¿Pero a quién le ha sucedido eso? ¿Qué malas noticias trajo ese joven que se arrodillaba ante ti? -¡Es él, tía, por quien lloro! ¡Es un paje de la reina que se despedía de mí!

-¡Un caballero de esa laya! -exclamó fuera de sí la inmaculada tía-. ¿Cómo has conocido tú a ese personaje?

-El día en que el halcón de la reina se posó en la Torre, él era el encargado de cuidarlo.

-¡Ay, niña de mi alma! ¡No existe ave de ra­piña peor que esos alocados pajes, que se divierten en cazar tan candorosas avecillas como eres tú!

Con gran enojo cerró la puerta de la Torre con toda clase de trancas para que nada volviera a per­turbar a su hermosa sobrina.

Bajo extrema vigilancia pasó la niña verano e in­vierno sin tener noticias del apuesto paje. Al llegar la primavera y cuando todo era vida y esplendor, la bella Jacinta empezó a perder colores mientras hon­da tristeza le hacía olvidar sus agujas, enmudecer su dulce voz como también las melodías que tañían las cuerdas de la guitarra.

Sus ojos ya no brillaban como las estrellas, el llanto los enrojecía casi a diario.

La rígida Fredegunda creía aliviar sus penas di­ciéndole a menudo:

-¡Ay, candorosa sobrina! ¡Mira si no das razón a mis palabras! ¿No te advertí repetidas veces de lo inconstantes y frívolos que son los caballeros de la Corte? Por otra parte, ¿qué puedes esperar, tú, una pobre huérfana, de un joven de noble fami­lia? Aunque quisiera casarse contigo, estoy bien segura de que sus padres se lo impedirían. Déjate, pues, de llorar y no te aflijas por cosas imposibles.

Estas palabras no hacían sino aumentar el descon­suelo de Jacinta, que para evitar las recriminacio­nes de su tía, trataba de aislarse lo más posible.

Una calurosa noche -su tía hacía tiempo se ha­llaba entregada al sueño- permanecía en el salón de la Torre evocando junto a la fuente aquella feliz mañana en que el apuesto paje había solicitado su ayuda, cuando al recordar cuán pronto la había olvi­dado, sus ojos se llenaron de lágrimas que corriendo por las mejillas cayeron en la taza de la fuente. El agua, quieta hasta entonces, empezó a agitarse y for­mar burbujas que fueron creciendo y se convirtieron en una bella joven, vestida como una princesa árabe.

La aparición impresionó en tal forma a Jacinta, que olvidando sus penas huyó del salón. Después de agitada noche y ya al amanecer, despertó a su tía para contarle lo que le había ocurrido.

Mas la austera Fredegunda lo creyó un delirio o un sueño de su atribulada cabecita.

-Con toda seguridad -dijo a modo de confor­marla- que habías estado recordando la vieja le­yenda de las tres princesas moras.

-¿Qué leyenda es esa que no recuerdo, que­rida tía?

-Pero me parece que te la he contado hace mu­cho tiempo. Se refiere a las tres hijas del entonces rey de Granada, Zayda, Zorayda, y Zorahayda, que permanecieron guardadas en esta Torre por orden de su padre, hasta que para poner fin a su cautive­rio resolvieron escapar y casarse con tres valientes caballeros cristianos, pero a último momento la me­nor de ellas se dejó vencer por el temor, negándose a dejar esta Torre, en la que había de morir poco tiempo después.

-Recuerdo ahora que conocía esta leyenda y que he acompañado con lágrimas las desdichas de Zo­rahayda.

-No me extraña que ello ocurriera, por cuanto quien la pretendía era uno de tus antepasados, que después de largo tiempo y cicatrizado su corazón, se casó con una noble dama de la Corte.

-Es otra alma que sufre tanto como yo -pensó para sí la joven-, y no he de temerle. Esperaré esta noche, por si nuevamente llega a aparecer.

Siguiendo su pensamiento, apenas se durmió la vigilante Fredegunda y en la Torre reinó completo silencio, se levantó y bajó al saloncito que adornaba la fuente morisca. El lejano campanario de una igle­sia anunciaba la medianoche, cuando la superficie del agua empezó a agitarse y a formar burbujas, sur­giendo la bella princesa, cuyos vestidos lucían valiosas joyas, llevando en sus delicadas y pequeñas manos un precioso laúd.

La joven estuvo a punto de abandonar sus pro­pósitos, y huir, pero la triste voz v el sufrimiento que reflejaban sus bellas facciones la detuvieron.

-¿Cuáles son tus penas, hermosa criatura - dijo con tono cariñoso- para alterar con lágrimas la quietud de la fuente? ¿Qué pesar amarga tu cora­zón para interrumpir la tranquilidad de la sala con lamentos y suspiros?

-Lloro la ausencia de un doncel que en ¡vano prometió tenerme en su memoria.

-No te aflijas, niña mía, porque penas mayores hay en el mundo y las tuyas se resolverán con feli­cidad. Ten presente mis desdichas. Soy una prin­cesa mora a quien un caballero, tu antecesor, me cortejó y fue correspondido al punto de convenir casarnos y convertirme a su religión, pero en el instante de cumplir nuestros propósitos, me faltó valor, y como si ello fuese un castigo, se apoderó de mi espíritu un hechizo que sólo tú puedes rom­per, si nada en ti se opone a ello.

-Por el contrario -respondió muy emocionada Ja­cinta-, haré cuanto pueda por libraros de él. -Gracias, niña mía, aproxímate sin miedo y bau­tízame con el agua de la fuente según manda tu religión; sólo así descansará mi alma.

Temblorosa acercóse Jacinta a la fuente y, des­pués de sumergir su pequeña mano en el agua, cumplió con aquel singular pedido. La princesa, al término de la ceremonia, sonriente de felicidad, se desvaneció en finísimas gotas de rocío, mientras que el laúd de plata se depositaba a los pies de la niña.

Poco tardó en abandonar el aposento y refugiarse en el lecho. Apenas concilió el sueño. Los primeros rayos del sol la sorprendieron pensando si lo suce­dido era una realidad o fantasía.

Sin poder contener la curiosidad, bajó al salon­cito. La emoción casi la desvanece al ver el laúd de plata en el mismo lugar que había quedado la noche anterior. Corrió entonces a despertar a su tía con­tándole con voz entrecortada por la agitación lo su­cedido y la existencia del magnífico instrumento.

Después de vestirse, bajó Fredegunda al salón, y su frío corazón se enterneció cuando su sobrina, pulsando el laúd, arrancó de sus cuerdas una melo­día tan prodigiosa como cautivadora.

Jacinta encontró en la música felices momentos que le hacían olvidar las penas de su corazón. Pero sin darse cuenta, las maravillosas notas del laúd detenían a cuanta persona se aproximaba a la Torre.

Las propiedades de aquella extraordinaria música no tardaron en conocerse y hacer famosa a su eje­cutante.

Los nobles más distinguidos rivalizaban en invi­tar a aquella virtuosa joven, porque sus ejecuciones eran un poderoso imán, sin el cual no había fiesta posible.

Su celebridad corrió por España entera y en to­das las ciudades se elogiaba a la renombrada artista, cuya música exaltaba los sentidos.

Jacinta no se daba tiempo en atender tanta invi­tación y agasajos, y la vigilante Fredegunda, cada vez más alerta y desconfiada, debía sostener verda­deras batallas para contener a los admiradores de su maravillosa sobrina.

Mientras esto ocurría, el rey Felipe V fue presa de una rara enfermedad mental que, después de pa­sar por diversas alternativas, hizo crisis en la manía de creerse muerto, y que como tal, ordenó debían darle sepultura.

Grave conflicto causó a la reina y a los ministros tan raro capricho. No podían desobedecer la real orden ni tampoco cumplirla, pues el enterrarlo vivo hubiera sido castigado por el delito de regicidio.

Preocupados por tan complicado problema, los personajes de la Corte buscaban toda clase de solu­ciones, cuando llegaron a sus oídos las maravillosas virtudes de una joven tañedora de laúd. Al punto se destacaron emisarios en su busca, y, pocos días después, la joven llegó al palacio vestida al estilo andaluz y con su laúd de plata, en momentos que Isabel se paseaba en compañía de sus damas de honor por los hermosos jardines.

Sorprendida quedó la reina al ver tan noble be­lleza y timidez en la joven que enloquecía de ad­miración a España, y que con tanto acierto llamaban la "Rosa de la Alhambra".

Su tía Fredegunda no tardó en informar a la so­berana de su historia y antepasados, aumentando el interés de la reina al enterarse de que descendía de muy noble familia y de que su padre había dado la vida en defensa de sus reyes.

-Espero -dijo Isabel- que tu llegada a la Corte confirme tus excelentes dotes como ejecutante de tan precioso instrumento. Pero, si eres capaz de ali­viar el mal que aqueja a tu rey, gozarás de mi protección y muchos serán los honores y riquezas que te aguardan.

Ansiosa de probar las virtudes de tan eximia ar­tista, guió a la joven a través del palacio hasta llegar a una tétrica aunque imponente sala, cubierta con negras colgaduras. Largos velones iluminaban un suntuoso catafalco, desde donde asomaba la nariz del monarca, que, con las manos cruzadas sobre el pecho, esperaba que le dieran sepultura.

 Entró la reina, haciendo señas de guardar silencio a los enlutados y tristes caballeros que rodeaban a su esposo, y señalando un pequeño asiento, indicó a la hermosa Jacinta que podía comenzar.

La emoción hizo en un principio vacilar sus de­licados dedos, pero a medida que iba tocando, su entusiasmo crecía y con ello mejoraba la forma de ejecutar, que alcanzó a una perfección tal, que los presentes se sintieron transportados al reino de la música. Después de tocar algunas melodías que el maniático rey creyó sin duda provenían de los ánge­les, la eximia artista empezó a cantar al compás del laúd un famoso romance que exaltaba las glorias de la Alhambra y los heroicos hechos de armas de los guerreros moros. Como la canción se asociaba al re­cuerdo del apuesto paje, fue tal el sentimiento que puso al entonarla, que el rey incorporóse en el cata­falco para luego arrojarse al suelo y ordenar con viva impaciencia que se le trajera su espada y su escudo.

Al punto aquella orden fue coreada por vivas y gritos de alegría, las ventanas fueron abiertas y el sol entró raudo.

Pasado este primer momento, todos se volvieron a la excelsa artista, que había abandonado su asiento y presa de una intensa palidez, mientras el laúd se deslizaba hasta el suelo, iba a caer desvanecida, si en el mismo momento no la hubiesen recogido los bra­zos del apuesto Ruiz de Alarcón.

Repuesta la hermosa Jacinta de su emoción, no se negó a escuchar las justificaciones que de su in­explicable silencio le ofrecía el joven. Como era de imaginar, apenas confesó a su padre su afecto por la joven, éste le prohibió en absoluto toda relación que no estuviera de acuerdo con su alcurnia y no­bleza.

Pero pronto la reina venció los escrúpulos de tan rígido padre, que al conocer la gracia y belleza de su futura hija y las mercedes y favores que le otor­gaban en la Corte, consintió, sin más vacilar, no tar­dando mucho tiempo en celebrarse con gran pompa las bodas de la hermosa "Rosa de la Alhambra" con el gentil caballero Ruiz de Alarcón.

En su felicidad, olvidaron el mágico laúd, que al cabo de un tiempo fue robado por un envidioso ar­tista italiano traído a la Corte, antes de la mara­villosa cura del rey. A su muerte sus ignorantes pa­rientes hicieron fundir el preciado metal, mientras que sus cuerdas fueron aprovechadas en un viejo violín de Cremona, cuyas mágicas notas dieron me­recida fama al gran Paganini.



 
 

sábado, 25 de enero de 2014

MITOS Y LEYENDAS


MITOS Y LEYENDAS





La Canción de los Nibelungos de Claude Mettra
El Cantar de los Nibelungos o la Canción de los Nibelungos es un poema épico germano de la edad media, que reúne varias leyendas de la mitología germánica  Ese manuscrito anónimo fue el que inspiro a la opera de Wagner dividida en cuatro partes llamada el Anillo de los Nibelungos. También hay que resaltar que este canto épico fue inspirador de las obras de Tolkien, más precisamente del Señor de los anillos. El poema  original empieza con la muerte de   Sigfrido cazador de dragones, quien tras bañarse con la sangre de un dragón se vuelve inmortal, pero al igual que Aquiles (y su famoso talón) se dejo una parte de su espalda sin cubrir que lo deja vulnerable. Yo conozco esta leyenda épica, a través de la narración oral, o sea me la contaban cuando era chica, y a través de la película. Buscando en la web encontré una versión moderna, que según leí es bastante fiel, del relato. No lo he leído, pero lo pienso hacer ya que esta leyenda la tengo grabada en la memoria y es de alguna manera lo que me llevo a la obra de Tolkien. Este libro lo podemos tomar como una introducción al cantar de los Nibelungos original.
 
En el Cantar de los Nibelungos se narra la gesta de Sigfrido, un cazador de dragones de la corte de los burgundios, quien valiéndose de ciertos artificios consigue la mano de la princesa Krimilda. Sin embargo, una torpe indiscreción femenina termina por provocar una horrorosa cadena de venganzas. 
 
 

domingo, 19 de enero de 2014

La Biblia del Diablo o código de Satanás:el libro más extraño del Mundo.



The gigas codex, La Biblia del Diablo o código de Satanás:el libro más extraño del Mundo.
 
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Christopher de Hamel un estudioso profesor de Cambridge definió a La Biblia del Diablo o The gigas codex sencillamente como inexplicable.
 
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Muchos fueron quienes se obsesionaron con poseerlo a pesar de que este libro ha sido robado varias veces en la historia y ha inspirado temor desde sus orígenes. Hoy en día sigue siendo buscado en Internet en formato Pdf para su descarga.

Su realización fue a principios del siglo XIII y las palabras escritas en sus 75 kilos de peso son adjudicados a el monje Herman el Recluso quien fuera condenado en la actual Republica Checa.
 
 
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Con voluntad de evadir la pena, Herman el Recluso prometió escribir el mayor compendio de historia antigua y cumplió su cometido.
 
 
Se auto aíslo del universo en su penitencia e hizo convergir en idioma latín y en esta monumental producción bibliográfica obras heteróclitas que van desde la misma Biblia, la Chronica Bohemorum o crónicas checas del historiador Cosmas de Praga, a antiguos escritos del historiador judío Flavio Josefo, Tratados de medicina del celebre médico Constantino el Africano, listas necrológicas de fallecidos, trabajos de San isidro de Sevilla a textos de encantamientos mágicos.
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Cuando el monasterio sufrió severas condiciones monetarias el libro fue vendido a los cistercienses de Sedlec. Rodolfo II de Habsburgo Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico rescato a La Biblia del Diablo de la oscura celda monacal de Broumov.
 
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Fue botín de guerra del general sueco Konigsmark. Paso de Suecia a EEUU y de este momentáneamente a Praga donde se concibió originalmente.
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viernes, 17 de enero de 2014

Brujas del Bailadero de Anaga




Brujas del Bailadero de Anaga




"...Desde El Bailadero deambulaban, los días de aquelarre, a partir de las doce de la noche, hora en que acababan estas reuniones, un numeroso gentío: las brujas, compuestas con negros ropajes y abrigados sobretodos, sus amigas y esas otras personas que deseaban iniciarse en la práctica de la brujería; todos formando una compacta muchedumbre que, por la enriscada cumbre, bajaban lentamente para ver si encontraban algún caminante al que maleficiar".



Según las creencias populares canarias, las llamadas brujas del Bailadero de Anaga eran mujeres que se dedicaban a hacer aquelarres en una zona montañosa del noreste de la isla de Tenerife, llamada Macizo de Anaga (Canarias, España).
Este "bailadero de las brujas" está situado en las cumbres de Anaga, en la dorsal entre San Andrés y Taganana. Se dice que en este lugar las brujas bailaban en torno a una hoguera, de ahí el nombre de la zona "El Bailadero". Tras sus aquelarres se decía que estas brujas bajaban a la costa para bañarse desnudas. Con el paso del tiempo, la influencia de las historias de vampiros del Este de Europa llevó a que el mito de las brujas canarias incorporara el aspecto del chupado de sangre, convirtiéndolas así en brujas-vampiro, que succionaban la sangre de los recién nacidos mientras dormitaban en sus cunas.[1] Este aspecto, también es compartido en las mitologías de otros lugares de España, tales como las guaxas en Asturias y las guajonas en Cantabria.
 
Otro origen del nombre parece venir del "baladero guanche", que también es aplicable a este caso, pues es sabido a través de las fuentes, la tradición y de los hallazgos arqueológicos que esta zona fue frecuentada por los aborígenes guanches para sus ritos. A este respecto, Luis Diego Cuscoy dice de este bailadero;
"...El Bailadero concentraría a toda la población pastoril de la península de Anaga en las épocas de sequía para la celebración de ritos propiciatorios en demanda de lluvia".

 
Zona de El Bailadero en Anaga, Tenerife, Canarias. En este lugar se realizaban aquelarres, según la creencia popular.
 




jueves, 16 de enero de 2014

campos morfogenéticos

 
 
 
campos morfogenéticos
 
 
 
 
 
 

Rupert Sheldrake considera que existen campos mórficos –campos morfogenéticos de información que van moldeando nuestra existencia como parte de una especie. Estos campos son invisibles, como lo es la gravedad, pero pueden ser observados por sus efectos. Quizás una de la razones por las cuales la teoría de Sheldrake no es considerada seriamente por la ciencia establecida, es debido a que no postula la acción de una fuerza física conocida –y la ciencia se ha esmerado en erradicar todo tipo de acciones misteriosas a distancia y de desacreditar el concepto del éter. Sin embargo, el hecho de que no podamos todavía explicar bien a bien cómo es que ocurre algo no necesariamente significa que ese algo no ocurre.
Y aunque no podamos explicar cabalmente cómo es que estamos ligados a una conciencia colectiva, cómo es que en ocasiones podemos conectarnos con los pensamientos de los demás o cómo es que toda la información que genera nuestra especie nos influye sin entrar en contacto directamente con nosotros, millones de personas en el mundo han experimentado esto, más allá de que la ciencia les diga que esto no es posible dentro de su modelo (dominante y excluyente) del mundo.

Dejemos que el mismo Sheldrake explique:
La resonancia mórfica es un principio de memoria en la naturaleza. Todo lo similar dentro de un sistema autoorganizado será influido por todo lo que ha sucedido en el pasado, y todo lo que suceda en el futuro en un sistema similar será influido por lo que sucede en el presente. Es una memoria en la naturaleza basada en la similitud, y se aplica a átomos, moléculas, cristales, organismos vivos, animales, plantas, cerebros, sociedades y, también, planetas y galaxias. Así que es un principio de memoria y hábito en la naturaleza.

Curiosamente esta la intuición del poeta Octavio Paz, quien parece coincidir con Sheldrake: “Todo es presencia, todos los siglos son este Presente”, verso que hace algunos años fue inscrito en una moneda conmemorativa en México y que forma parte del poema “Fuente” incluido en La estación violenta. Sheldrake va más allá de Bergson, quien postuló que la memoria no estaba solamente en el cerebro, y sugiere que la naturaleza misma es memoria, que el espacio es una especie de inmensa biblioteca que transmite constantemente la información que almacena de manera no-local. Una fracción de segundo en realidad es un fractal de todos los siglos. Todo lo que pasó sigue pasando … El ADN, más que el “libro de la vida”, es el sintonizador o decodificador de la memoria: el libro de la vida, está inscrito, en su totalidad, en cada cosa.

Esta interconexión a distancia entre los miembros de un grupo, de una especie, de un reino e incluso de un planeta, en diferentes niveles e intensidades, revela una nueva concepción ética que abarca todas las manifestaciones de la existencia:

Un aspecto importante de la resonancia mórfica es que estamos interconectados con otros miembros de un grupo social. Los grupos sociales también tienen campos mórficos, por ejemplo una parvada de aves, un cardúmen de peces o una colonia de hormigas. Los individuos dentro de un grupo social más grande y los mismos grupos sociales más grandes tienen su propio campo mórfico, sus patrones de organización. Lo mismo aplica para los humanos.

Lo que haces, lo que dices y lo que piensas puede influir a otra persona por resonancia mórfica. Así que somos más responsables de nuestras acciones, palabras y pensamientos bajo este principio que lo seríamos de otra forma. No hay un filtro inmoral en la resonancia mórfica, lo que significa que debemos ser más cuidadosos de lo que estamos pensando si es que nos importa el efecto que tenemos en los demás.

Nuestros pensamientos, dentro de la teoría de Sheldrake, literalmente constituyen una medio ambiente que permea el planeta y pueden en cierta forma contaminarlo o depurarlo; podemos, con una idea o un descubrimiento, detonar toda una ola de creatividad.

miércoles, 15 de enero de 2014

JUAN GELMAN FALLECE EL A LOS 83 AÑOS

Juan Gelman, uno de los grandes poetas de las letras hispanas, falleció el martes a los 83 años en Ciudad de México


Juan Gelman (Buenos Aires, 3 de mayo de 1930 - México, D. F., 14 de enero de 2014)fue un poeta y periodista argentino.



Fue galardonado con numerosos premios, entre ellos el Premio Cervantes (2007), el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (2000), y los premios iberoamericanos de poesía Ramón López Velarde (2003), Pablo Neruda (2005) y Reina Sofía (2005).


 
Nació en Buenos Aires, en el número 300 de la calle Canning -actualmente Scalabrini Ortiz- en Villa Crespo, un barrio de fuerte identidad judía. Fue el tercer hijo (el único nacido en Argentina) de un matrimonio de inmigrantes judíos ucranianos, José Gelman y Paulina Burichson. Aprendió a leer a los 3 años y pasó su infancia andando en bicicleta, jugando al fútbol y leyendo. Desde niño fue simpatizante de Atlanta, el club de fútbol del barrio, donde años después le pondrían su nombre a la biblioteca, algo que él consideraba «el homenaje más grande de su vida».[6] Comenzó a escribir poemas de amor cuando tenía ocho años y publicó el primero a los once (1941) en la revista Rojo y Negro.
Realizó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires. A los quince años ingresó a la Federación Juvenil Comunista. En 1948 comenzó a estudiar Química en la Universidad de Buenos Aires pero abandonó poco después para dedicarse plenamente a la poesía, siendo parte de la corriente llamada nueva poesía (1955-1967).
En 1955 fue uno de los fundadores del grupo de poetas El pan duro, integrado por jóvenes militantes comunistas que proponían una poesía comprometida y popular y actuaban cooperativamente para publicar y difundir sus trabajos. En 1956 el grupo decidió publicar su primer libro, Violín y otras cuestiones.[7]
En 1959, influenciado por la Revolución Cubana comenzó a adherir a la vía de la lucha armada en Argentina y a disentir con la postura opuesta del Partido Comunista.
En 1963, durante la presidencia de Guido, fue encarcelado con otros escritores por pertenecer al Partido Comunista en el marco del plan represivo CONINTES, hecho que provocó movimientos de solidaridad y publicaciones de sus poemas en protesta por su detención. Luego de ser liberado abandonó el Partido Comunista para comenzar a vincularse a sectores del peronismo revolucionario.
Con otros jóvenes que también habían abandonado el Partido Comunista como José Luis Mangieri y Juan Carlos Portantiero formó el grupo Nueva Expresión y la editorial La Rosa Blindada que difundía libros de izquierda rechazados por el comunismo ortodoxo.

Actividad como periodista[editar · editar código]

En 1966 comenzó a trabajar como periodista. Se desempeñó como jefe de redacción de la revista Panorama (1969), secretario de redacción y director del suplemento cultural del diario La Opinión (1971-1973), secretario de redacción de la revista Crisis (1973-1974) y jefe de redacción del diario Noticias (1974).

Militancia en organizaciones guerrilleras libertarias[editar · editar código]

En 1967, durante la dictadura militar autodenominada Revolución Argentina (1966-1973) se integró a la organización guerrillera recién formada Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), de orientación peronista-guevarista, que realizaban acciones militares y políticas contra ese gobierno. A fines de 1973 pasó a integrar la organización guerrillera Montoneros, de orientación peronista, a raíz de su fusión con las FAR.[cita requerida]
Esa organización apoyó críticamente a los gobiernos peronistas de Cámpora (1973), del cual participaron, y el del propio Perón (1973-1974), pero continuó con las acciones armadas, como por ejemplo el asesinato del sindicalista José Ignacio Rucci y, finalmente, decidió su retorno a la clandestinidad. En todo ese período Gelman desempeñó un papel relevante en la acción cultural y de comunicación de las FAR.[cita requerida]

Exilio

 

En 1975 Montoneros lo envió al exterior para hacer relaciones públicas y denunciar internacionalmente la violación de derechos humanos en la Argentina, durante el gobierno de Isabel Perón (1974-1976). En esa misión se encontraba cuando se produjo el golpe de estado del 24 de marzo de 1976 que inició la dictadura militar autonominada Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), e impuso un régimen de terrorismo de estado que causó la desaparición de 30.000 personas. Salvo una breve entrada clandestina a la Argentina en 1976, Gelman permaneció exiliado residiendo alternativamente en Roma, Madrid, Managua, París, Nueva York y México y trabajando como traductor de la Unesco.
Las gestiones de Gelman lograron el primer repudio publicado en 1976 en el diario Le Monde a la dictadura argentina realizado por varios jefes de gobierno y de la oposición europeos, entre ellos François Mitterrand y Olof Palme.[6] En 1977 adhirió al recientemente creado Movimiento Peronista Montonero, aunque ya con graves disidencias con su conducción y en 1979 lo abandonó por estar en desacuerdo con el verticalismo militarista de la organización y con las negociaciones que su conducción había entablado en Francia con el miembro de la Junta Militar Almirante Emilio Massera, lo cual ocurría a la vez que la misma conducción enviaba militantes de vuelta a la Argentina en el marco de lo que denominaron contraofensiva. Gelman expuso sus argumentos en una carta dirigida a su amigo Rodolfo Puigross y en un artículo publicado en Le Monde en febrero de 1979. A raíz de ello Montoneros acusó a Gelman de traición y lo condenó a muerte.
Luego que el 10 de diciembre de 1983 asumiera el gobierno democrático de Raúl Alfonsín continuaron abiertas en Argentina causas judiciales en las que se investigaban supuestos homicidios y otros delitos imputados a Montoneros, en las que tenía ordenada su captura, por lo cual no regresó al país. Esto ocasionó protestas de escritores de todo el mundo, entre ellos Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, Alberto Moravia, Mario Vargas Llosa, Eduardo Galeano, Octavio Paz, etc. A comienzos de 1988 la justicia dejó sin efecto la orden de captura y Gelman volvió al país en junio, luego de trece años de ausencia, pero finalmente decidió radicarse en México.
El 8 de octubre de 1989 fue indultado por el presidente Carlos Menem, junto a otros 64 ex integrantes de organizaciones guerrilleras y a los militares acusados de violaciones a los Derechos Humanos. Juan Gelman rechazó la medida y protestó públicamente contra ella a través de una nota publicada en el diario Página/12:
Me están canjeando por los secuestradores de mis hijos y de otros miles de muchachos que ahora son mis hijos
 
Carta abierta a mi nieto (fragmento)
 
Me resulta muy extraño hablarte de mis hijos como tus padres que no fueron. No sé si sos varón o mujer. Sé que naciste...
Ahora tenés casi la edad de tus padres cuando los mataron y pronto serás mayor que ellos. Ellos se quedaron en los 20 años para siempre. Soñaban mucho con vos y con un mundo más habitable para vos. Me gustaría hablarte de ellos y que me hables de vos. Para reconocer en vos a mi hijo y para que reconozcas en mí lo que de tu padre tengo: los dos somos huérfanos de él. Para reparar de algún modo ese corte brutal o silencio que en la carne de la familia perpetró la dictadura militar. Para darte tu historia, no para apartarte de lo que no te quieras apartar. Ya sos grande, dije.
 
 
El secuestro y desaparición de sus hijos y la búsqueda de su nieta
 
El 26 de agosto de 1976 fueron secuestrados sus hijos Nora Eva (19) y Marcelo Ariel (20), junto a su nuera María Claudia Irureta Goyena (19), quien se encontraba embarazada de siete meses. Su hijo y su nuera desaparecieron, junto a su nieta nacida en cautiverio. En 1978 Gelman supo a través de la Iglesia católica que su nuera había dado a luz, sin poder precisar dónde ni el sexo.
El 7 de enero de 1990 el Equipo Argentino de Antropología Forense identificó los restos de su hijo Marcelo, encontrados en un río de San Fernando (Gran Buenos Aires), dentro de un tambor de grasa lleno de cemento. Se determinó también que había sido asesinado de un tiro en la nuca.
En 1998 Gelman descubrió que su nuera había sido trasladada a Uruguay a través del Plan Cóndor, que vinculaba a las dictaduras sudamericanas y Estados Unidos, y que había sido mantenida con vida al menos hasta dar a luz a una niña en el Hospital Militar de Montevideo. A raíz de ello exigió la colaboración de los Estados argentino y uruguayo en la investigación con el fin de hallar a su nieta. Gelman topó con la oposición a investigar del presidente de Uruguay Julio María Sanguinetti, con quien entabló un debate público, en el que volvió a ser apoyado por destacados intelectuales y artistas como Günter Grass, Joan Manuel Serrat, Darío Fo, José Saramago, Fito Páez. En 2000, al mes de asumir el nuevo presidente de Uruguay, Jorge Batlle, la nieta de Gelman, de nombre Andrea (Andreíta la menciona el poeta en varios poemas) fue encontrada[10] y Gelman pudo reunirse con ella.[11] Luego de verificar su identidad, la joven decidió tomar los apellidos de sus verdaderos padres, para llamarse María Macarena Gelman García.
En 1999 Gelman le exigió públicamente al Jefe del Ejército Argentino, general Martín Balza, la investigación del secuestro y asesinato de su hijo, aportándole el nombre y documentación sobre el supuesto responsable inmediato del crimen, el general Eduardo Rodolfo Cabanillas.
Gelman luchaba aún por encontrar los restos de su nuera María Claudia Irureta Goyena. Se había fijado 2008 para llevar a juicio oral y público a los militares y civiles acusados de dar muerte a Marcelo Ariel y otras cuatro personas, además de ser responsables de secuestros y torturas de otros 60 ciudadanos en el centro clandestino de detención Automotores Orletti.

Publicaciones después del destierro

Después de siete años sin publicar, en 1980 dio a conocer el libro Hechos y relaciones, al que le siguieron Citas y comentarios (1982), Hacia el Sur (1982) y Bajo la lluvia ajena (notas al pie de una derrota) (1983). Le siguieron La junta luz (1985), Interrupciones II (1986), Com/posiciones (1986), Eso (1986), Interrupciones-I e Interrupciones-II (1988), Anunciaciones (1988) y Carta a mi madre (1989).
En la década del 90 publicó Salarios del impío (1993), La abierta oscuridad (1993), Dibaxu (1994), Incompletamente (1997), Ni el flaco perdón de Dios/Hijos de desaparecidos, coautor con su esposa Mara La Madrid (1997), Prosa de prensa (1997) y Prosa de prensa (1999).
En la primera década del siglo XXI publicó Valer la pena (2001), País que fue será (2004), Mundar (2007) y De atrásalante en su porfía (2009). Su libro más reciente es El emperrado corazón amora (2011). Desde ese año el editor Seix Barral ha empezado a publicar toda su obra bajo el título de Poesía reunida.
Hasta su fallecimiento vivió en México y fue columnista del periódico argentino

Premios

Ha recibido muchos premios empezando por el premio italiano Mondello (1980), el Boris Vian (1987), el Nacional de Poesía argentino (1997), el Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (2000), el Iberoamericano de Poesía "Pablo Neruda" (2005) y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2005). El 29 de noviembre de 2007 ganó el Premio Cervantes, el más prestigioso de la literatura en español, y varios otros hasta el reciente Premio Leteo (2012).
El 25 de abril de 2008 depositó un mensaje en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes que no se abrirá hasta el 2050
 
Empecé a escribir poemas a los nueve años. Claro que fue por una chica. Al principio le mandaba versos de un argentino del siglo XIX, Almafuerte, pero no me hizo caso. Así que decidí probar yo mismo. Tampoco me hizo caso. Ella siguió por su camino y yo me quedé con la poesía.
 
Juan Gelman publicó su primer poema en 1941, cuando tenía once años, en la revista Rojo y Negro. Se trataba de un poema de amor que según su recuerdo comenzaba así: