domingo, 26 de enero de 2014

Leyenda de la rosa de la Alhambra

 
 
 
 
 
La hermosa ciudad de Granada fue durante mucho tiempo la residencia predilecta de los reyes de España. Pero una serie de terremotos que asoló la región y sacudió por entero el antiguo palacio morisco, atemorizó en tal forma a los reales personajes, que abandonaron precipitadamente tan peligroso lugar.

 La Alhambra permaneció durante largos años en completo abandono. Los aposentos perdieron su brillo y los jardines su esplendor.

La Torre de las Infantas, morada de las tres fa­mosas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, no es­capaba al general descuido y se había convertido en el refugio de arañas, murciélagos y lechuzas.
 
  
 
 




Contribuía en mucho el hacerla inhabitable la antigua creencia de que la sombra de la bella Zora­hayda, que había muerto en aquella Torre, solía verse, a la luz de la luna, reclinada en la fuente del saloncito o derramando amargas lágrimas junto a uno de los ventanales, mientras se oían dulces notas de un laúd.

Como el tiempo borra los malos recuerdos, un buen día se les ocurrió a los reyes de España volver a Granada.

Un ejército de obreros invadió la Alhambra, que al cabo de poco tiempo lucía en todo su esplendor. Redobles de tambores y sones de trompetas atur­dieron a los apacibles habitantes de la montaña. Ondear de banderas y pendones, cegadores brillos de armas y joyas, deslumbraron a los habitantes de la ciudad, que con vivas y flores recibían a sus so­beranos Felipe V y su bella consorte Isabel, prin­cesa de Parma.

Los aposentos y cámaras del Palacio de la Alham­bra volvieron a vivir la agitación y el bullicio que reina en una corte. El ir y venir de agraciadas damas de honor, las galantes frases de los caballeros y las travesuras y carreras de ligeros pajecillos, alternaban con alegres piezas musicales y divertidas canciones.

Entre los muchos personajes que formaban la real comitiva se contaba un paje llamado Ruiz de Alar­cón, descendiente de ilustre y noble familia. Era el favorito de la reina y eso significaba que su físico e ingenio debían estar de acuerdo con la gracia y belleza que rodeaba a la hermosa y exigente Isabel.

 Se encontraba una mañana en los bosques cerca­nos al Palacio adiestrando el halcón favorito de la reina, cuando éste, después de volar a gran altura, se precipitó sobre un pájaro posado en las ramas de un árbol. La avecilla consiguió eludir el ataque, lo que hizo que el halcón pusiera mayor empeño en cobrar su presa, y sin hacer caso a las llamadas del paje, empezó a perseguirlo hasta que, cansado, se posó sobre la muralla de la Torre de las Infantas, situada en un barranco algo lejano de la Alhambra. Con gran trabajo llegó el joven a los muros de la Torre, pero como ellos no presentaban ninguna abertura y su elevación hacia difícil el escala­miento, resolvió rodearlo para dar con la entrada.

 Ella se abría frente a un pequeño jardín cercado por cañas y enredaderas. Debió pasar un portillo y cruzar canteros llenos de rosales y fragantes flores para llegar a la puerta, cerrada en esos momentos. Intentó abrirla, después de llamar repetidas veces. Pero solamente el silencio contestaba a sus tentati­vas. Tras breve espera, se resolvió a mirar por un pequeño agujero que presentaba la puerta. Su asom­bro no tuvo límites al observar que ella daba a un primoroso saloncito morisco, cuyas paredes tenían delicados adornos que hacían juego con las colum­nas de una hermosa fuente de alabastro rodeada de flores sobre la que se apoyaba una guitarra rica­mente adornada. En una de las esquinas colgaba una jaula cuyo ocupante era un pájaro de raros co­lores y deliciosos trinos. En un sillón y sin impor­tarle el canto del ave, dormía plácidamente, entre delicadas labores femeninas, un magnífico gato persa.

Este cuadro le causó cierta intranquilidad por cuanto le habían asegurado que aquella Torre es­taba deshabitada. Por un momento creyó haber des­cubierto un aposento encantado y alguna princesa hechizada bajo el aspecto de aquel gato persa.

Esta idea lo resolvió a llamar en forma más suave y examinar las ventanas en busca de un ser humano. Nueva confusión trajo a su mente el rostro de una bellísima joven, que se dejó ver por unos instantes.

Tras prudente espera, y convencido de que su­fría alucinaciones o de que allí había algún misterio o una dama en peligro, insistió en sus propósitos, los que obtuvieron por recompensa el presentársele aquella visión, esta vez convertida en una real y maravillosa beldad de quince años.

Ruiz de Alarcón, venciendo el hechizo de su be­lleza, la saludó haciendo una cortés reverencia, al tiempo que decía:

-Más que hermosa princesa, perdón os pido por mi molestia, pero necesito de vuestro permiso para recoger un halcón posado en lo alto de esta Torre.

-Lamento, señor, no poder complaceros -con­testó la dulcísima voz de la joven- porque mi tía no me permite abrir la puerta a desconocidos.

-No me consideréis impertinente, pero es el caso que esa ave es la favorita de la reina y no puedo dejar de rescatarla.

-¿Sois entonces un caballero al servicio de su majestad?

-Ese es mi cargo, encantadora princesa, pero muchos males me aguardan si no regreso con ese malvado halcón.

-Pues entonces lo lamento mucho. Mi tía me ha advertido que jamás deje entrar a los caballeros de la Corte.

-Pero considerad, gentil señorita, que entre ellos hay malos y buenos y que el que os habla es un inocente paje, que caerá en desgracia si le negáis este pequeño favor.

La joven, que por hermosa no dejaba de tener delicados sentimientos, consideró que era verdade­ramente penoso que aquel gentil paje resultara per­judicado, sobre todo porque no se parecía por su físico y humildes súplicas a los terribles y malvados caballeros de la Corte, que, según su tía, eran tan peligrosos para las incautas jóvenes.

Viendo que la niña se manifestaba indecisa, el paje renovó sus pedidos con tanta elocuencia, que la tímida y ruborosa joven terminó por abrir la puerta.

Si a Ruiz de Alarcón la guardiana de la Torre le pareció muy hermosa, sus sentidos se deslumbra­ron al apreciar toda la belleza y la gracia que derra­maba aquella aparición celestial, que convertía en mustias y pálidas a todas las flores de Granada.

Venciendo su turbación, subió a buscar al des­obediente pajarraco. Al bajar encontró a la joven sentada cerca de la fuente y entretenida en tejer un delicado encaje, pero al levantar la vista un ovillo de hilo se deslizó sobre el suelo. Apresuróse el paje a recogerlo y doblando la rodilla se lo ofre­ció como si fuera una reina, y como a tal le besó la mano cuando ella intentó tomarlo.

A su exclamación de enojo quiso el joven respon­der con varias de las galanterías que se acostumbra­ban en la Corte, pero fue presa de una gran timi­dez. Las palabras morían en sus labios sin poder pronunciarlas, y lo poco que alcanzó a decir eran so­nidos inarticulados que contribuían a confundirlo más aún.

Aunque inocente y candorosa, la niña alcanzó a comprender las razones que perturbaban al paje y su enojo cedió ante la alegría de tener rendido a sus pies a tan apuesto servidor de la reina.

Cuando el joven empezaba a recobrar la sereni­dad, una lejana voz hizo sobresaltar a la guardiana de la Torre.

-Es mi tía que regresa -exclamó temerosa-. Marchaos, señor, inmediatamente, que me ponéis en grave compromiso.

-No me moveré de aquí -contestó Ruiz de Alar­cón-, hasta tanto no me entreguéis como recuerdo esa rosa que adorna vuestros cabellos.

Con gran rapidez la niña desprendió la flor de sus trenzas y el paje, poniéndola sobre su corazón, desapareció detrás de los arbustos que adornaban el jardín.

Entrar la precavida tía Fredegunda a la Torre y darse cuenta de que allí había ocurrido algo anor­mal fue todo uno.

-¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó con su chillona voz.

-Nada que pueda decirse grave, querida tía -contestó la joven, sofocada por la emoción-. Un halcón que perseguía su presa llegó hasta aquí.

-¡Jesús, María! ¡Qué barbaridad! ¡Ya ni nues­tro pájaro está a resguardo de ese voraz halcón! ¡Ay, Dios mío! Ten cuidado de cerrar bien la puerta.

Diciendo esto la buena anciana, después de po­ner orden en el aposento, dedicó largo rato a acon­sejar a su sobrina contra las acechanzas y galanterías de Inahallernc de la Cnrre

Aunque jamás había sufrido ningún desengaño, porque nunca había contado con facciones agrada­bles, no por eso dejaba de trasmitir a la joven cuan­to conocía sobre los peligros que acechan a las jóvenes.

Su hermosa sobrina Jacinta, que hasta hacía poco tiempo había estado completando su educación en un convento, era huérfana, siendo su padre un va­liente oficial muerto en el campo de batalla. Su tía la guardaba y vigilaba con gran celo, pero su be­lleza y dulzura no habían pasado inadvertidas para los habitantes de la ciudad, quienes con gran admi­ración la llamaban la "Rosa de la Alhambra".

 Pronto se cansó de Granada el rey Felipe V, y decidió dirigirse hacia otra ciudad. Al enterarse la vigilante tía de la partida de los soberanos, no dejó de observar atentamente el paso de los caballeros que constituían el séquito real. Cuando el último de ellos hubo desaparecido a su vista, emprendió el regreso muy satisfecha porque su sobrina ya no co­rría peligro alguno. Pero al acercarse a su vivienda quedó muda por el asombro. Un hermoso caballo árabe se revolvía inquieto frente al portillo del jar­dín, mientras que entre las flores un apuesto joven se arrodillaba ante su sobrina.

Al acercarse, el potro dio un relincho de aviso y el paje, sin esperar más, besó la mano de la niña y saltando la cerca montó a- caballo, desapareciendo en un instante.

Jacinta, afligida por la partida del joven, sin im­portarle lo que podía pensar y decir la vigilante Fredegunda, se arrojó a sus brazos derramando abundantes lágrimas.

-¡Ay, tía! -gemía entre sollozos-. ¡Se ha ido! ¡Se ha alejado de mí y nunca más lo veré¡

-¿Pero a quién le ha sucedido eso? ¿Qué malas noticias trajo ese joven que se arrodillaba ante ti? -¡Es él, tía, por quien lloro! ¡Es un paje de la reina que se despedía de mí!

-¡Un caballero de esa laya! -exclamó fuera de sí la inmaculada tía-. ¿Cómo has conocido tú a ese personaje?

-El día en que el halcón de la reina se posó en la Torre, él era el encargado de cuidarlo.

-¡Ay, niña de mi alma! ¡No existe ave de ra­piña peor que esos alocados pajes, que se divierten en cazar tan candorosas avecillas como eres tú!

Con gran enojo cerró la puerta de la Torre con toda clase de trancas para que nada volviera a per­turbar a su hermosa sobrina.

Bajo extrema vigilancia pasó la niña verano e in­vierno sin tener noticias del apuesto paje. Al llegar la primavera y cuando todo era vida y esplendor, la bella Jacinta empezó a perder colores mientras hon­da tristeza le hacía olvidar sus agujas, enmudecer su dulce voz como también las melodías que tañían las cuerdas de la guitarra.

Sus ojos ya no brillaban como las estrellas, el llanto los enrojecía casi a diario.

La rígida Fredegunda creía aliviar sus penas di­ciéndole a menudo:

-¡Ay, candorosa sobrina! ¡Mira si no das razón a mis palabras! ¿No te advertí repetidas veces de lo inconstantes y frívolos que son los caballeros de la Corte? Por otra parte, ¿qué puedes esperar, tú, una pobre huérfana, de un joven de noble fami­lia? Aunque quisiera casarse contigo, estoy bien segura de que sus padres se lo impedirían. Déjate, pues, de llorar y no te aflijas por cosas imposibles.

Estas palabras no hacían sino aumentar el descon­suelo de Jacinta, que para evitar las recriminacio­nes de su tía, trataba de aislarse lo más posible.

Una calurosa noche -su tía hacía tiempo se ha­llaba entregada al sueño- permanecía en el salón de la Torre evocando junto a la fuente aquella feliz mañana en que el apuesto paje había solicitado su ayuda, cuando al recordar cuán pronto la había olvi­dado, sus ojos se llenaron de lágrimas que corriendo por las mejillas cayeron en la taza de la fuente. El agua, quieta hasta entonces, empezó a agitarse y for­mar burbujas que fueron creciendo y se convirtieron en una bella joven, vestida como una princesa árabe.

La aparición impresionó en tal forma a Jacinta, que olvidando sus penas huyó del salón. Después de agitada noche y ya al amanecer, despertó a su tía para contarle lo que le había ocurrido.

Mas la austera Fredegunda lo creyó un delirio o un sueño de su atribulada cabecita.

-Con toda seguridad -dijo a modo de confor­marla- que habías estado recordando la vieja le­yenda de las tres princesas moras.

-¿Qué leyenda es esa que no recuerdo, que­rida tía?

-Pero me parece que te la he contado hace mu­cho tiempo. Se refiere a las tres hijas del entonces rey de Granada, Zayda, Zorayda, y Zorahayda, que permanecieron guardadas en esta Torre por orden de su padre, hasta que para poner fin a su cautive­rio resolvieron escapar y casarse con tres valientes caballeros cristianos, pero a último momento la me­nor de ellas se dejó vencer por el temor, negándose a dejar esta Torre, en la que había de morir poco tiempo después.

-Recuerdo ahora que conocía esta leyenda y que he acompañado con lágrimas las desdichas de Zo­rahayda.

-No me extraña que ello ocurriera, por cuanto quien la pretendía era uno de tus antepasados, que después de largo tiempo y cicatrizado su corazón, se casó con una noble dama de la Corte.

-Es otra alma que sufre tanto como yo -pensó para sí la joven-, y no he de temerle. Esperaré esta noche, por si nuevamente llega a aparecer.

Siguiendo su pensamiento, apenas se durmió la vigilante Fredegunda y en la Torre reinó completo silencio, se levantó y bajó al saloncito que adornaba la fuente morisca. El lejano campanario de una igle­sia anunciaba la medianoche, cuando la superficie del agua empezó a agitarse y a formar burbujas, sur­giendo la bella princesa, cuyos vestidos lucían valiosas joyas, llevando en sus delicadas y pequeñas manos un precioso laúd.

La joven estuvo a punto de abandonar sus pro­pósitos, y huir, pero la triste voz v el sufrimiento que reflejaban sus bellas facciones la detuvieron.

-¿Cuáles son tus penas, hermosa criatura - dijo con tono cariñoso- para alterar con lágrimas la quietud de la fuente? ¿Qué pesar amarga tu cora­zón para interrumpir la tranquilidad de la sala con lamentos y suspiros?

-Lloro la ausencia de un doncel que en ¡vano prometió tenerme en su memoria.

-No te aflijas, niña mía, porque penas mayores hay en el mundo y las tuyas se resolverán con feli­cidad. Ten presente mis desdichas. Soy una prin­cesa mora a quien un caballero, tu antecesor, me cortejó y fue correspondido al punto de convenir casarnos y convertirme a su religión, pero en el instante de cumplir nuestros propósitos, me faltó valor, y como si ello fuese un castigo, se apoderó de mi espíritu un hechizo que sólo tú puedes rom­per, si nada en ti se opone a ello.

-Por el contrario -respondió muy emocionada Ja­cinta-, haré cuanto pueda por libraros de él. -Gracias, niña mía, aproxímate sin miedo y bau­tízame con el agua de la fuente según manda tu religión; sólo así descansará mi alma.

Temblorosa acercóse Jacinta a la fuente y, des­pués de sumergir su pequeña mano en el agua, cumplió con aquel singular pedido. La princesa, al término de la ceremonia, sonriente de felicidad, se desvaneció en finísimas gotas de rocío, mientras que el laúd de plata se depositaba a los pies de la niña.

Poco tardó en abandonar el aposento y refugiarse en el lecho. Apenas concilió el sueño. Los primeros rayos del sol la sorprendieron pensando si lo suce­dido era una realidad o fantasía.

Sin poder contener la curiosidad, bajó al salon­cito. La emoción casi la desvanece al ver el laúd de plata en el mismo lugar que había quedado la noche anterior. Corrió entonces a despertar a su tía con­tándole con voz entrecortada por la agitación lo su­cedido y la existencia del magnífico instrumento.

Después de vestirse, bajó Fredegunda al salón, y su frío corazón se enterneció cuando su sobrina, pulsando el laúd, arrancó de sus cuerdas una melo­día tan prodigiosa como cautivadora.

Jacinta encontró en la música felices momentos que le hacían olvidar las penas de su corazón. Pero sin darse cuenta, las maravillosas notas del laúd detenían a cuanta persona se aproximaba a la Torre.

Las propiedades de aquella extraordinaria música no tardaron en conocerse y hacer famosa a su eje­cutante.

Los nobles más distinguidos rivalizaban en invi­tar a aquella virtuosa joven, porque sus ejecuciones eran un poderoso imán, sin el cual no había fiesta posible.

Su celebridad corrió por España entera y en to­das las ciudades se elogiaba a la renombrada artista, cuya música exaltaba los sentidos.

Jacinta no se daba tiempo en atender tanta invi­tación y agasajos, y la vigilante Fredegunda, cada vez más alerta y desconfiada, debía sostener verda­deras batallas para contener a los admiradores de su maravillosa sobrina.

Mientras esto ocurría, el rey Felipe V fue presa de una rara enfermedad mental que, después de pa­sar por diversas alternativas, hizo crisis en la manía de creerse muerto, y que como tal, ordenó debían darle sepultura.

Grave conflicto causó a la reina y a los ministros tan raro capricho. No podían desobedecer la real orden ni tampoco cumplirla, pues el enterrarlo vivo hubiera sido castigado por el delito de regicidio.

Preocupados por tan complicado problema, los personajes de la Corte buscaban toda clase de solu­ciones, cuando llegaron a sus oídos las maravillosas virtudes de una joven tañedora de laúd. Al punto se destacaron emisarios en su busca, y, pocos días después, la joven llegó al palacio vestida al estilo andaluz y con su laúd de plata, en momentos que Isabel se paseaba en compañía de sus damas de honor por los hermosos jardines.

Sorprendida quedó la reina al ver tan noble be­lleza y timidez en la joven que enloquecía de ad­miración a España, y que con tanto acierto llamaban la "Rosa de la Alhambra".

Su tía Fredegunda no tardó en informar a la so­berana de su historia y antepasados, aumentando el interés de la reina al enterarse de que descendía de muy noble familia y de que su padre había dado la vida en defensa de sus reyes.

-Espero -dijo Isabel- que tu llegada a la Corte confirme tus excelentes dotes como ejecutante de tan precioso instrumento. Pero, si eres capaz de ali­viar el mal que aqueja a tu rey, gozarás de mi protección y muchos serán los honores y riquezas que te aguardan.

Ansiosa de probar las virtudes de tan eximia ar­tista, guió a la joven a través del palacio hasta llegar a una tétrica aunque imponente sala, cubierta con negras colgaduras. Largos velones iluminaban un suntuoso catafalco, desde donde asomaba la nariz del monarca, que, con las manos cruzadas sobre el pecho, esperaba que le dieran sepultura.

 Entró la reina, haciendo señas de guardar silencio a los enlutados y tristes caballeros que rodeaban a su esposo, y señalando un pequeño asiento, indicó a la hermosa Jacinta que podía comenzar.

La emoción hizo en un principio vacilar sus de­licados dedos, pero a medida que iba tocando, su entusiasmo crecía y con ello mejoraba la forma de ejecutar, que alcanzó a una perfección tal, que los presentes se sintieron transportados al reino de la música. Después de tocar algunas melodías que el maniático rey creyó sin duda provenían de los ánge­les, la eximia artista empezó a cantar al compás del laúd un famoso romance que exaltaba las glorias de la Alhambra y los heroicos hechos de armas de los guerreros moros. Como la canción se asociaba al re­cuerdo del apuesto paje, fue tal el sentimiento que puso al entonarla, que el rey incorporóse en el cata­falco para luego arrojarse al suelo y ordenar con viva impaciencia que se le trajera su espada y su escudo.

Al punto aquella orden fue coreada por vivas y gritos de alegría, las ventanas fueron abiertas y el sol entró raudo.

Pasado este primer momento, todos se volvieron a la excelsa artista, que había abandonado su asiento y presa de una intensa palidez, mientras el laúd se deslizaba hasta el suelo, iba a caer desvanecida, si en el mismo momento no la hubiesen recogido los bra­zos del apuesto Ruiz de Alarcón.

Repuesta la hermosa Jacinta de su emoción, no se negó a escuchar las justificaciones que de su in­explicable silencio le ofrecía el joven. Como era de imaginar, apenas confesó a su padre su afecto por la joven, éste le prohibió en absoluto toda relación que no estuviera de acuerdo con su alcurnia y no­bleza.

Pero pronto la reina venció los escrúpulos de tan rígido padre, que al conocer la gracia y belleza de su futura hija y las mercedes y favores que le otor­gaban en la Corte, consintió, sin más vacilar, no tar­dando mucho tiempo en celebrarse con gran pompa las bodas de la hermosa "Rosa de la Alhambra" con el gentil caballero Ruiz de Alarcón.

En su felicidad, olvidaron el mágico laúd, que al cabo de un tiempo fue robado por un envidioso ar­tista italiano traído a la Corte, antes de la mara­villosa cura del rey. A su muerte sus ignorantes pa­rientes hicieron fundir el preciado metal, mientras que sus cuerdas fueron aprovechadas en un viejo violín de Cremona, cuyas mágicas notas dieron me­recida fama al gran Paganini.



 
 

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